Desde que era pequeña, entre otras muchas palabras de las que se me acusaba y que resultaban inentendibles para mí, cargué con el mote de "rebelde". Yo creía que aquello era algo terrible y que terminaría quemándome en el infierno si no conseguía ser... no sabía bien qué: pero sí sabía muy bien lo que no quería. No quería parecerme a aquellos adultos que me llamaban "rebelde" y que no me explicaban lo que significaba aquella palabra.
Sin saberlo, desde muy temprana edad, estaba poniendo en práctica el término, en el más amplio de sus sentidos.
Cuando, años más tarde (bastantes más de los necesarios, los esperables, los deseables) comprendí la dimensión y la profundidad de mi rebeldía, también descubrí que tenía un origen (como todo) y un motor. Dejé de pensar en el castigo eterno, dejé de temer a crecer y dejé de enojarme conmigo.
No más obediencia debida.
Nunca Más.
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