Cuando era pequeña, ya desde temprano se oía el trajín en la cocina. Llegaban las compras de la feria y comenzaban las tareas de limpiar verduras y alistar ollas al fuego. Todo se hacía con cierta precisión, como a un ritmo retardado que le encantaba seguir con la mirada. De vez en cuando le tocaba en suerte un hijito de hinojo o alguna pequeña zanahoria que iba mordisqueando durante un tiempo interminable, sentada en algún rincón .
Para media mañana, ya los aromas definían el horizonte del almuerzo.
Si era invierno, el perfume del apio delataba a la sopa, que contrariamente a lo que le sucede a la mayoría de los niños, a ella le encantaba. Y después tal vez, lasagña o alguna carne asada. Eso en los días normales.
Los domingos las cosas se ponían más elaboradas. Se juntaban más mujeres en la cocina. Llegaban de todas partes con paquetes, bolsas, ingredientes y novedades que iban intercambiando mientras disponían los utensillos y cebaban mate a la par que se ponían al día.
Durante horas enteras todos en la casa estaban abocados a la tarea de cocinar. Los hombres "las cosas de hombres", en la parrilla. Y las mujeres, como se debe, en la cocina. Y cierto es que a la hora de sentarse a la mesa a uno se le llenaban los ojos de solo ver lo que había. Pero ella nunca disfrutó de ese momento. Porque ella veía entre todo "lo que faltaba" y el almuerzo nunca es momento para andar juntando pedazos, porque siempre se sangra. Así que se dedicaba a observar y absorver.
Un domingo cualquiera los pedazos volaron por los aires. Y ya no hubo más madrugones ni trajines, ni parvas de comida ni de gentes ni de chismes ni de abusos ni de almuerzos imponentes
La pequeña adolescente partió partida, rota, exprimida y muerta de miedo a buscar lo que faltaba.
Sin embargo los aromas de su niñez conservaron para ella algo de aquel extraño poder y la mantuvieron a salvo, abrigada a un lado de sus recuerdos, acompañandola siempre.
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