Ojo con los excesos. Cualquiera de ellos es nocivo para ambas saludes. Por mejor voluntad que se le ponga, uno puede arruinar el mejor condimento y el mejor momento, el mejor plan, e incluso la mejor premonición. De nada sirven la pasión y el convencimiento con que unas manos amorosas intenten realzar los sabores si estos, finalmente, solo consiguen confundirse en la boca del comensal. Todo un desperdicio.
Es preferible aprender a dejar las manos quietas, la boca cerrada, la distancia exacta entre la necesidad y el deseo.
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