Es difícil tener todo el tiempo presente lo delgado y corto que es el el hilo de la vida. A uno le parece que todavía hay tiempo, o que ya es demasiado tarde. Que fue demasiado grave o que no tiene importancia, pero casi siempre nos parece algo que en realidad no es.
Más de una vez escuché decir que vivir en salud era un "sacrificio", era "aburrido". Comer sano, por ejemplo, se asocia con estar enfermo, con privarse del placer, con tener que dedicar demasiado tiempo a la cocina. Y a nadie se le ocurre pensar que para llegar a enfermar, debe haber un proceso de intoxicación, de contaminación, que si eso pudiera evitarse entre otras cosas alimentándonos armónicamente, nos dejaría más tiempo libre para disfrutar de la salud, el placer y la buena comida.
Es la urgencia. El apuro que llevamos para todo. Todo es categórico, inminente, instantáneo. Todo tiene que ser "ya" (incluído el disfrute). Todo va a parar al microondas y en dos minutos lo engullimos para pasar a la siguiente actividad. Todo está organizado,chequeado, envasado, explicado, congelado y listo para deglutir. Lo que consumimos nos trae la paradógica garantía de "larga vida" y todos los conservantes, químicos, endulzantes, y demás estupefacientes permitidos para que logremos llegar al fin del día energéticamente "colocados".
No es cuestión de culpar a nadie. Es muy difícil seguir intentando el ejercicio. El reloj no para y casi todo el mundo ya está muy bien sincronizado. Contamos con una educación que nos adoctrina y una cultura que nos avala.
De todas maneras, a veces me llevo mi comida al trabajo y mis compañeras, que terminan con la suya en un santiamén, nunca dejan de hacer alguna broma sobre mi "lentitud" porque aún no llegué ni a la mitad de mi porción. Pero también siempre alguien repara en lo que estoy comiendo y es fija que de vez en cuando, alguna me pida la receta, entonces yo me sonrío y pienso:"...ladran, Sancho!".
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