Había una plaza que me encantaba, una que tenía un secreto.
Ese lugar lograba convertir los deseos en momentos concretos. Cada vez que la visitaba en ella pasaban cosas extraordinarias: yo veía cómo las personas se transformaban y se volvían más simples y se veían más claras y estaban más cerca y no parecían extrañas. Algunas veces cantaban, otras jugaban, se besaban. Y uno podía tocarlas y decirles y mirarlas y ellas parecían felices y cómodamente instaladas, como si no quiseran nunca irse de tanta calma.
Era un lugar con pan casero, con manos entrelazadas, con miradas radiantes, todo enredado de magia, con senderos serpenteados por donde la gente paseaba mientras tomaba mate y admiraba el arte.
Fue un lugar maravilloso para mí.
Yo también me transformé allí.
Yo allí amé.
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