Anidaba como ellos en las alturas, lejos de la gente y su bulla. Metódico y desprolijo, atesoraba en su refugio todo tipo de cosas a la vista de cualquiera, inservibles, con un celo digno de antropólogo con sus piezas únicas.
Sobre las paredes de la pequeña terracita que separaba la habitación donde descansaba, comía y vaya un@ a saber qué otras cosas más, del lugar "sagrado", colgaban decenas de pequeñas jaulas, qué el preparaba y controlaba a diario, armadas con tramperas que a mí me hacían temer por los desdichados pajaritos que caerían en el espejismo del agua fresca y el puñadito de alpiste y los alejaría para siempre de su innata libertad.
Yo vivía obsesionada por ellos, por las pequeñas aves y por este tío misterioso y solitario al que de vez en cuando, visitaba en las alturas para convencerlo de acompañarlo en sus religiosas caminatas después del almuerzo. A penas acabado el mío, me sentaba en el umbral de la puerta de comedor, que daba al pequeño patio y agudizaba el oído para escuchar su inconfundible silbido, señal de que venía bajando, desde su hermética guarida rumbo a la calle. La más de las veces, me despachaba con alguna excusa que mi inocencia aceptaba como una verdad irrebatible. Pero otras, supongo ahora, días en que gustaba de tener alguna companía, aprobaba con un pequeño gesto llevarme con él y entonces yo era feliz.
El paseo, que yo consideraba toda una aventura fuera de los límites siempre tan ceñidos de mi casa, consistía en largas caminatas hasta San Telmo (vivíamos en Barracas), o la Boca mientras él, casi como desdoblado de aquella personalidad reservada y silenciosa por todos reconocida, (y por casi todos temida), me relataba fluídamente, con una animosidad contagiosa, historias de gentes y lugares por donde íbamos pasando y respondía paciente y detalladamente a cada uno de mis interrogantes. De a ratos caminábamos en un silencio cómodo y relajado, que yo disfrutaba también, casi como un pájaro planeado su vuelo.
Otras veces, las más adoradas por mí, me llevaba al Parque Lezama y hacía derroche de los pocos pesos que recibía de parte de la familia (porque no trabajaba debido a no sé bien qué cosa, porque para mí, no era tan mayor, ni estaba enfermo) alquilándome una bicicleta o comprándome boletos de calesita. Durante esos ratos eternos, yo recuperaba toda mi alegría, hacía uso de toda mi imaginación y desplegaba al máximo mis más insólitas fantasías galopando a todo trapo, o sintiendo el viento en la cara, mientras descendía veloz las empinadas barrancas del parque sobre dos ruedas.
Con el tiempo, aprendí que mi tío Rafa no le quitaba la libertad a sus pájaros... sólo les dejaba una puerta abierta para que tuvieran un sitio donde descansar y recuperar fuerzas, pero esa puerta no se cerraba nunca... entonces comprendí que era un ser especial, que también había abierto una puerta para mí, una que nunca más se cerró .
grande por el tío Rafa!!!!, que te sembró tal imaginación!!! cariños!! hermoso relato!!
ResponderEliminarDondequiera que estés: gracias tío Rafa, por haberle regalado los mejores momentos de infancia a uno de los dos seres que más amo en esta vida !!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarSí. Todo un personaje, el hombre. Mi alma, eternamente agradecida.
ResponderEliminarGracias también a ustedes por comentar.